miércoles, 27 de agosto de 2008

Entre lobos y relojes. Dario Semino


Entre lobos y relojes (selección)


I

La vigilia es una máquina operada por un ciego
Y el ciego se muere por tocar
Y a veces toca
Y a veces muere





X

Tengo que salir y llevar mi desierto. Es importante no olvidarlo. No siempre se lo necesita. Pero uno nunca sabe. Muchos lugares lo requieren para permitir la entrada, otros lo solicitan para autorizar alguna entrega. La mayoría, es cierto, no lo pide. Porque dan por sentado que uno lo lleva puesto.



XXIII

Pasan días como píldoras. La urbe se inflama de deberes y balanzas. Las horas quedan trabadas en el hueco del instante y los segundos se diluyen en el ruido. Empecinadas, las calles doblan sobre sí mismas y las autopistas se vuelcan panza arriba como lagartos cariñosos. La población inhala polvos para curarse la vigilia mientras los trabajadores empiezan a extrañar los látigos y los dioses.


XXVII

Todo brota de la insistencia. Es cuestión de horas-trabajo, problemas asumidos y decisiones ineludibles. Es cuestión de fe y delirio, de necedad y desesperación. Es cuestión de repetir lo absurdo hasta que sea lógico, de pulir las ideas hasta encontrarles lo lindo. Es cuestión de permitir que los espejos se confiesen y de atrapar en la red de los renglones algunas mariposas y murciélagos.

dariosemino@yahoo.com.ar

jueves, 21 de agosto de 2008

Un Cuento

El capitán Carucha en busca del xilofón

Por Fernando Bonsembiante

'Una vez me contrató el capitán Custeau para hacer un documental.' 'Teníamos que ir a una isla perdida del océano pacífico para filmar un animal raro, en peligro de extinción. Se llamaba Bosforus Metallicus Milipondus, pero lo llamaban el xilofón. Nadie lo había visto, desde que Darwin lo había descripto en uno de sus libros. Algunos pensaban que ni siquiera existía, y que era un invento del inglés. Por eso el museo británico estaba financiando la expedición, para limpiar el buen nombre y honor del sabio. Contaban que vivía en cuevas, en un acantilado de la isla. Era muy peligroso, se alimentaba de cerdos salvajes y los devoraba enteros. Días después, hacía la digestión y escupía los esqueletos limpios como carozos de aceituna. Me costó bastante trabajo juntar la tripulación para ese viaje. Lo llevamos a Francisco, por supuesto, al flaco Bianchi, al loco Castro (había que estar loco para enfrentar ese animal desconocido), y algunos más. El loco Castro estaba a cargo de la filmación. Viajamos con el Amelia, nuestro barco, por el pacífico. Navegamos meses enteros, buscando la isla, porque no aparecía en ningún mapa. Cuando estábamos a punto de tirar la toalla, nos agarró una tormenta. Pensábamos que no la contábamos, pero como ven, la estoy contando. O sea que estábamos equivocados. De todas formas, la tormenta nos hizo encallar en una isla. Habian unos acantilados, y un paseo por la poca playa que había, nos reveló dónde estábamos. Encontramos cientos, si no miles, de esqueletos blancos, de huesos de cerdo salvaje, como comprobó Bianchi, nuestro experto en zoología. Cerca nuestro habían unas cuevas. Castro se acercó cámara en mano, y entró en una de ellas. Salió corriendo a los pocos segundos. Lo perseguían cientos de xilofones de todos los tamaños, formas y colores. Emitían ese ruido metálico característico, todavía lo escucho en sueños. Nos metimos al agua, sabiendo que esos bichos del demonio no pueden nadar. Así perdimos una excelente cámara digital de video. El agua salada hace estragos en el equipo electrónico. Bueno, el loco nos dijo que había capturado sólo unos segundos de los bichos, así que no perdimos nada interesante. Usando otra cámara, los tratamos de filmar de lejos, desde un bote. Imposible, porque sólo salen de noche, o cuando se sienten atacados. Necesitábamos usar la cámara infrarroja, y tomarlos de cerca. Los observamos bastante desde el bote. Habían dos variedades de xilofón, uno que llamamos xilofón polar y el otro era el cartesiano. El primer tipo era redondeado, de coordenadas angulares, y el otro tenía como dos ejes rectos perpendiculares. En nuestras observaciones, descubrimos algo interesante. Bianchi ideó un plan con esa información. Los xilofones no podían reproducirse por sí solos, y necesitaban la participación de otra especie. El xilofón macho se hacía excitar por una foca, con franeleos y bailes nupciales. Le llenaba la boca con su semen, y luego la xilofona hembra bebía de este semen, directamente de las fauces del animal marino. Aparentemente las focas sacaban alguna ventaja de esto, porque iban voluntariamente a ese extraño apareamiento. Decidimos, aconsejados por el experto Bianchi, disfrazarnos de foca con unos trajes de goma que fabricamos en el barco. Al principio el plan funcionó. El loco Castro y yo fuimos, vestidos de foca, hasta la cueva, con la cámara infrarroja. Los xilofones nos dejaron entrar, y hasta nos dieron una bienvenida, haciendo un bailecito que filmamos. A la hora de estar filmando su hábitat natural, los xilofones mostraron signos de interés excesivo. Se nos acercaban y nos franeleaban. Decidimos irnos, y ellos nos seguían. Cuando salimos de la cueva, los xilofones trataron de detenernos. No nos iban a dejar salir sin tener sexo. Lo consulté rápidamente con el loco y me confirmó que la zoofilia no estaba entre sus muchas perversiones. Salimos huyendo, perseguido por miles de xilofones en celo. Por suerte ya sabíamos que eran lentos, y estábamos preparados con la cámara, que era a prueba de agua. Nadamos hasta el bote y volvimos. El documental ganó un premio, y nos contrataron de nuevo para filmar otra especie desconocida, pero dijimos que no. Preferimos dedicamos al tendido de cables telefónicos submarinos, un negocio mucho más seguro.'